Nadie quiere ir a su lugar de trabajo un domingo por la tarde, pero ella era una persona muy responsable y tenía que cumplir con su deber. Así que tomó su bata, que más que blanca era algo grisácea, pues el tiempo hace de las suyas hasta con las telas. Al ir pasando por ese trayecto ya tan conocido por ella, algo en el ambiente se sentía distinto: las pequeñas calles por donde iba transitando estaban completamente solas, las casas se veían más viejas y desgastadas que de costumbre y la basura colocada junto a los postes de la luz combinaba perfectamente con esas escenas. Parecía encontrarse en un pueblo fantasma. No había autos ni personas para donde volteara.
Antes de llegar a la puerta de entrada del hospital había que atravesar por un frondoso jardín. Pensó que se encontraría igual de solo que aquellas calles, pero no fue así. Todo ahí parecía una fiesta. Había gente esperando que se llegara la hora de poder entrar a visitar a sus enfermos, haciendo un día de campo: estaban acomodados formando un círculo, comiendo, platicando, con las gaseosas color naranja brillante y unos panes mosqueados a su alrededor. Había vendedores que traían su carreta llena de cacahuates, pasas con chocolates y caramelos de distintos colores; otros ponían una tela sucia y desgastada en el piso y sobre ella colocaban artefactos, ropa, juguetes y zapatos, todo ellos viejos, usados; más allá, quién sabe cómo alguien se había apropiado de la corriente eléctrica para hacer funcionar un televisor y ver el partido de futbol, obligatorio para casi cualquier hombre en un domingo.
De regreso a casa, ella se encontró con más deberes en la cocina, en el patio, por todos lados. Tenía que hacer un trabajo asqueroso. Es que a nadie le han dicho que limpiar un baño sea una aventura que debes ansiar vivir antes de que te hagas viejo. En los ideales de una vida maravillosa con los que ella seguido imaginaba, no se encontraba el pasar la tarde de un domingo recogiendo papeles sanitarios usados que no habían alcanzado su destino en el bote de la basura. Decidió que tal vez esa actividad que nadie anhela en su vida, podría hacerla de manera diferente y entonces tomó la escoba con cariño, quitó la tapa del bote prestando cuidado, como si de una taza de porcelana se tratara y juntó los papeles usados sin una expresión de asco o rechazo en su rostro.
Los pacientes con los que conversó ese tarde en el hospital, se enfrentaban a un proceso difícil en sus vidas, pues su enfermedad era una de esas para las que aún no se había descubierto una cura, y sin embargo se mostraban fuertes, rebozantes de energía. Quizá ni para ella ni para ellos, era el domingo perfecto que deseaban tener, pero esa entereza de aquellas personas hospitalizadas y la experiencia del baño, le habían hecho vivir un domingo muy peculiar, algo digno de vivir antes de que se hiciera vieja.